domingo, 17 de agosto de 2014

Crítica de la idea de "autoestima baja"


Alejandro Rozado


La autoestima es una de las nociones más manoseadas en las terapias tradicionales. Es ridículo pensar, por ejemplo, que la autoestima funciona como si fuese la temperatura registrada por un termómetro -a veces alta y al rato baja. Particularmente durante la época neoliberal que padecemos en todo el mundo, la autoestima ha estado ligada directamente a la idea empresarial del binomio "éxito-fracaso".

Se da por sentado que una autoestima elevada es la de alguien exitoso y "positivo" (un winner), en tanto que una autoestima "baja" es sinónimo de alguien perdedor y pusilánime (un looser). Según esta idea vulgar, los "ganadores" son el ejemplo a seguir del espíritu empresarial, mientras que los "perdedores" representan la mediocridad de personas que no han superado eficientemente sus debilidades y disfunciones. Y como, según esta "teoría", todo mundo debería superar los problemas que los distancian del éxito, surgió la industria de la llamada superación personal: precisamente un negocio redondo de literatura, conferencias y talleres que motiva a la gente atribulada por el infortunio para que descubra lo hermosa que es la vida y lo valioso que es uno mismo ante semejante realidad que sólo está esperándonos para ser modificada y conquistada. El resultado final en la conciencia social de las clases medias y de no pocos obreros y empleados del sector servicios es un voluntarismo productivista muy conveniente para la explotación laboral.

La psicoterapia de enfoque socio-histórico plantea el problema desde otro ángulo totalmente distinto. Aquellas personas que presentan una actitud pusilánime ante su propia vida son en realidad expresión de un proceso histórico y social incompleto de ciudadanización plena, lo que incluye en primerísimo lugar la adquisición, concientización y ejercicio de sus derechos ciudadanos. La historia de nuestra modernidad puede medirse por el avance o rezago en el índice de ciudadanización real -no sólo formal- que tiene cada sociedad determinada.  Por ejemplo, mientras más ciudadanos libres y bien informados acudan periódicamente a las urnas a ejercer su voto para elegir a sus autoridades, más moderno puede ser el país en cuestión. Por el contrario, mientras mayor índice de abstención se registre o los individuos se muestren mayoritariamente apáticos, indiferentes -e incluso proclives a la venta de su voto-, menor conciencia ciudadana habrá. Las malas consecuencias educativas, políticas y económicas se verán reflejadas en esas mismas sociedades; es decir, se darán las condiciones para que se multipliquen los casos individuales de desdicha.  

Este criterio sociológico ilumina con otra luz los casos de la llamada "autoestima baja". Se trata, en realidad, de sujetos que, por diversas razones circunstanciales, no conciben que la igualdad entre individuos se aplique para ellos mismos. Trátese de una mujer que creció en un medio machista que la excluyó por principio de cualquier consideración humanista, o trátese de algún hijo que creció con obesidad en su infancia y fue marginado u objeto de burla tanto en su familia como en su escuela, el resultado psicológico suele relacionarse con la idea, socializada en el inconsciente, de que la persona afectada no cree que merezca tener o ejercer ningún derecho.

Paradójicamente, es bastante fácil observar que esas personalidades de "baja autoestima" poseen una resistencia extraordinaria: soportan todo tipo de desigualdades con gran entereza, sin quejarse. Como los burros de carga, asumen que ellos están en la vida para soportar grandes pesos sin decir una sola palabra. En el fondo -y desde este punto de vista- se trata de personas con una gran autoestima respecto a su capacidad de aguante. Sólo que sin derechos para decidir acerca de ellos mismos. La conciencia de su ciudadanía plena no ha llegado aún a su sensibilidad ni tampoco luchan por ella. Pues se trata de una conciencia social muy específica.

En este sentido, la noción de autoestima no tiene por qué estar asociada al éxito o al fracaso -particularmente económico. Poseer "autoestima alta" no significa que uno deba tener espíritu empresarial; el más humilde de los hombres podría exhibir una elevada conciencia de su estima y capacidad de vivir en la pobreza (cosa que, por otro lado, difícilmente soportaría un "ser empresarial"). No se trata de que todo mundo aspire a ser "emprendedor", sino que todo mundo aprenda a ejercer y defender su dignidad individual. Se trata de que las personas así afectadas adquieran un mínimo sentido del honor.

De modo que resulta interesante convertir o traducir la cuestión de la autoestima baja en un problema de ausencia de derechos humanos en la subjetividad de cada una de las personas psicológicamente devaluadas.

La psicoterapia de enfoque socio-histórico orienta sus esfuerzos para que quienes se ven a sí mismos carentes de sus derechos individuales (y colectivos), adquieran conciencia de ellos y luchen por adquirirlos y, lo más importante, ejercerlos en todo momento de su vida diaria.

Una vez alcanzado este objetivo, cada quien estará en condiciones libres de ser lo que quiera -incluso empresario.

sábado, 16 de agosto de 2014

Adicciones: relaciones reificadas


Alejandro Rozado


La psicoterapia puede aportar un enfoque socio-histórico de utilidad para el manejo de las adicciones, al menos en ciertos niveles. Porque la relación dependiente que se establece entre un sujeto y su objeto de adicción, además del efecto fisiológico que provoca su consumo, es similar a una relación social -ya no digamos el fenómeno en sí que ocurre siempre inseparable de los contextos sociales en que se desenvuelve el sujeto.

Los comportamientos de un alcohólico, por ejemplo, son fácilmente equiparables a los de un enfermo de amor. Si observamos la típica situación de un marido alcohólico al interior de una familia, nos daremos cuenta que sus estrategias para ocultar su paulatino apego a la bebida, así como las sospechas de su cónyuge de que "algo anda mal" con el marido y las diversas maneras que éste emplea para evadir la persecución de la esposa, son extraordinariamente idénticas a las situaciones conyugales en las que, de pronto, aparece una amante o un tercero en discordia.

La razón de este símil es la reificación del objeto de adicción. En otras palabras: el objeto de adicción, "animado" en un principio por el sujeto, adquiere en cierto momento "vida propia" y se independiza de la voluntad del individuo. Y no sólo eso sino que se trata, además, de una reificación dominante. Siguiendo con el caso del alcohólico, de pronto nos encontramos con situaciones en que la botella es algo más que un objeto: es un ser que adquiere vida y personalidad propias e influye poderosamente en las conductas y emociones tanto del adicto como de su sistema familiar.

Si a algún adicto le preguntáramos a quién se le figura su objeto de adicción (alcohol, mariguana, cocaína, el trabajo, el gimnasio, etc.), qué tipo de personalidad adquiriría si se convirtiese imaginariamente en humano, no nos extrañaría que respondiese, por ejemplo, que se trata de "alguien que lo comprende y lo acompaña". De hecho, podríamos obtener toda una amplia gama de respuestas como personalidades existen. Pongamos algunos casos:

- "El alcohol es como un amigo de parranda que me divierte y me hace olvidar mis problemas".

- "La mariguana se parece a una chava buena onda que me acepta como soy".

- "La cocaína, en cambio, es una maldita mujer que me prende pero también me domina y no puedo dejarla porque me chantajea".

- "El trabajo es como un bebé vulnerable que depende de mí, se asusta y desespera si no estoy con él todo el día".

- El ejercicio en el gimnasio es una persona muy demandante y absorbente de quien busco su aprobación, algo así como un sargento quisquilloso que siempre me exige más y más.

En todas las respuestas observaremos relaciones sociales subjetivizadas con los objetos o actividades de adicción. A eso le llamamos reificación. No está de más añadir que se trata de relaciones sociales neuróticas. Confusas. Lo peor es que quienes rodean al sujeto adicto, al tratar de solucionar sus consecuentes trastornos de comportamiento, responden exigiéndole que rompa con su dependencia sin comprender que se trata de relaciones sociales subjetivadas. A pasiones de amor tan enfermizas como ésas no se les puede presionar para que se termine con ellas simplemente aplicando la lógica del sentido común, a menos que se espere la misma respuesta: la reincidencia.

Es necesario cuestionar terapéuticamente ese tipo relaciones insensatas con el alcohol y otros objetos o actividades de consumo adictivo con el fin de que los pacientes adictos desarrollen un trayecto sanador, etapa por etapa, hasta su desactivación total. Por ejemplo, hacer que el paciente reflexione si un amigo de parranda que lo aleja de su familia es un amigo verdadero... Una nueva mirada, más realista, a alguien que hemos admirado excesivamente provoca por lo regular un cierto desencanto, y los vínculos subsiguientes no vuelven a ser los mismos de antes. Ocurre una desactivación de la relación social intrínseca entre el sujeto adicto y su objeto de adicción. La psicoteapia de enfoque socio-histórico se encarga de replantear este tipo de lazos psicosociales adictivos.

sábado, 9 de agosto de 2014

Familia "funcional": una categoría ahistórica


Alejandro Rozado


Todas las familias felices se parecen;
cada familia desdichada lo es a su manera.

LEÓN TOLSTOI


La psicoterapia moderna ha impuesto el concepto de funcionalidad -y por tanto, de disfuncionalidad- como parte de un análisis verdaderamente ahistórico de las familias. Según esto, una familia funcional es aquella que exhibe un patrón de comportamientos y emociones que se ajusta al modelo de familia eficiente, productiva, ciudadana, libre, de mente abierta y bien estructurada, tolerante, respetuosa y con sus objetivos y prioridades claramente establecidos en todos y cada uno de sus miembros. Vamos: que "funciona". Por oposición, obviamente, la familia disfuncional reúne al conjunto de casos familiares que están fuera de dicho patrón.

Sin embargo, dicha conceptualización termina siendo harto chocante a la hora de enfrentar la casuística terapéutica. En realidad, pocas son las familias que "entran" en el esquema de dicha funcionalidad; casi siempre nos encontramos con rasgos divergentes a este modelo en los núcleos familiares. No obstante, esto no parece impedir a esas familias una notable perdurabilidad -incluso estabilidad- a sus vidas. Por poner sólo un ejemplo: las familias en donde prevalecen los lazos de codependencia distan mucho de ajustarse al modelo "funcional"; empero, gozan de una gran capacidad para mantenerse unidas durante mucho tiempo, a grados francamente envidiables para las del tipo "funcional" ideal.

La famosa frase de Tolstoi con que inicia su gran novela, Anna Karenina -y que sirve de epígrafe a este artículo-, describe de otra manera la realidad de las familias: a saber, con los criterios de semejanza para las familias felices y irreductibilidad para las infelices. El punto aquí es que, para el escritor ruso, la desdicha familiar tiene múltiples formas de expresarse y de ser, incluso de funcionar, no sujetas a un modelo por exclusión.

La crítica central que la psicoterapia de enfoque socio-histórico hace del concepto de funcionalidad familiar es que se trata de un dogma moderno al servicio de una idea totalmente ahistórica de lo que son las familias. En efecto, la tan pretendida funcionalidad familiar es una idea subordinada a la modernidad; más específicamente, al modelo familiar de la clase media norteamericana idealizada como ley normativa del comportamiento humano universal. Se trata, entonces, de un concepto ideológico. Pero una terapéutica seria no puede basarse en semejantes nociones.

Porque resulta que la familia ha cambiado continuamente a lo largo de la historia y se ha adaptado a gran diversidad de circunstancias de tiempo y lugar. Así por ejemplo, una familia esquimal bien adaptada a su forma de sobrevivencia y reproducción sería totalmente "disfuncional" en un ámbito neoyorkino o parisiense; y viceversa, una familia urbana probablemente se desquiciaría si quisiese mantener sus mismos criterios de organización y reproducción en circunstancias de nomadismo o emigración.

De modo que podemos afirmar que la funcionalidad de las familias es siempre relativa y nunca absoluta, y que todo depende de su circunstancia histórica que la condiciona ineludiblemente. La pluralidad de tipos de familia (familias divididas por migraciones, por conflictos con la ley, por divorcios; o bien, familias reagrupadas por necesidad económica o por nuevas identidades sexuales) complica todavía más las cosas para los defensores de la familia funcional como estándar o modelo.

Añadamos a lo anterior otra consideración. Nos referimos al desarrollo desigual de las ideas y creencias que tienen los sistemas familiares en general de sí mismos y de su mundo. Supongamos una familia latinoamericana que vive en una ciudad de desarrollo medio: muy probablemente, dicha familia se encuentre en una fase transitoria entre la vida del campo y la vida urbana. Quizá los abuelos sean campesinos emigrados a la ciudad y los padres constituyan la primera generación citadina de la familia, y los hijos, la segunda. En casos como estos, el choque de visiones de lo que debe ser una familia -y cómo funciona- es prácticamente inevitable.

Pero la lucha cultural que se desprende de este fuerte encuentro entre las formas de vida tradicional y las modernas tiene lugar, de distintas maneras, en la mayoría de las unidades familiares de la época actual. A veces, el choque es en el ámbito de las creencias religiosas; a veces, en la forma de organización económica de la familia (la proveeduría, el gasto y el ahorro), y a veces también hay profundas diferencias en los criterios (abiertos o cerrados) respecto de las nuevas ideas o nuevas amistades de las familias.

De modo que el concepto de "funcionalidad" familiar resulta demasiado estrecho y rígido -respecto de la riqueza de formas históricas que adopta la organización familiar- como para normar una terapéutica realista. La psicoterapia de enfoque socio-histórico contempla a las familias como unidades sociales sometidas a continuos cambios históricos, pero también dotadas de un cierto grado de capacidad para reagruparse, adaptarse a los cambios y así sobrevivir. Preferimos sustituir la noción de "familia funcional" (o "disfuncional") por la idea de familia elástica y adaptativa a sus circunstancias cambiantes.  




El perdón es un acto social -no individual


Alejandro Rozado


Existe un verdadero lugar común en las terapias tradicionales acerca de la práctica del perdón que conviene revisar desde el punto de vista de la psicoterapia de enfoque socio-histórico. Cuando un paciente manifiesta su resentimiento por alguna ofensa recibida o, peor aún, por cierto agravio irreparable, y la herida, además, es honda y perdurable, el terapeuta tradicional tiende a orientar a su cliente para que "aprenda a perdonar" a su agresor. No importa si la agresión consistió en una violación sexual o en el secuestro o eliminación de un ser querido. Lo importante es que la víctima "sepa perdonar para sanar su alma".

Este requisito (saber perdonar) es concebido como un acto unilateral que debe ejecutar el agraviado, independientemente de la actitud que tenga su agresor. El imperativo moral es tan poderoso que casi se convierte en una obligación. Los resultados de la mayoría de estas "terapias del perdón" dejan mucho que desear. Sólo almas demasiado piadosas son capaces de sobreponerse al dolor del agravio, colocarse por encima de sí mismas y dar el perdón a su victimario. Pero en la mayoría de los casos no es así: los egos fuertes que fomenta la cultura individualista de nuestra modernidad y posmodernidad impiden, lógicamente, alcanzar niveles altos de desprendimiento y generosidad -máxime si el agresor permanece tan campante, como si nada hubiese hecho. Un incontenible sentimiento de justicia, incluso de venganza, termina imponiéndose en el sujeto ultrajado, no obstante los reiterados esfuerzos terapéuticos tradicionales.

Desde la perspectiva de la psicoterapia de enfoque socio-histórico, el perdón no es un fenómeno meramente individual sino un acto social por excelencia. Es una interacción entre, al menos, dos personas: una que solicita el perdón y otra que decide otorgarlo o no. De manera que poco o nada sirve, desde este ángulo, que un sujeto intente perdonar a alguien si éste ni se da por aludido en el agravio que cometió; tampoco sirve de mucho que el agresor pida perdón sin un lenguaje corporal congruente de arrepentimiento; menos aún es de utilidad que dicho perdón lo solicite el agresor estableciendo condiciones del tipo: "está bien, te pido perdón, pero tú también reconoce que me hiciste enojar" (o sea que en el fondo te merecías mi agresión).

Para la nuestro enfoque socio-histórico de la terapia es necesario que existan disposiciones individuales subjetivas para que se pueda dar el perdón como una auténtica acción recíproca: arrepentimiento sincero de un lado y generosidad igualmente sincera del otro. Pero también se requiere propiciar -si esto es posible- un contexto social objetivo que consista en que a partir del reconocimiento mutuo del agravio cometido, uno exprese directamente su petición de perdón y el otro responda, también con toda claridad y congruencia, si otorga el perdón o no. La psicoterapia de enfoque socio-histórico busca reunir tanto esas condiciones objetivas como las subjetivas. Cuando estos requisitos se cumplen, las probabilidades de sanación de los agravios son mayores.

Surge, sin embargo, la siguiente pregunta: si el perdón es ante todo un hecho social y para ello se necesita que alguien lo solicite y que otro lo conceda, ¿qué se hace cuando lo anterior no ocurre, por ejemplo cuando el agresor ya murió? En virtud de que no se reúnen las condiciones sociales para que se dé la acción social del perdón, será menester entonces salir del dilema: perdono-no perdono, y superar el estado emocional negativo, lo cual significa convertir esa pena en un valor cada vez menos importante. Hay muchas técnicas terapéuticas -por ejemplo, las reestructuraciones o las reimprontaciones- que pueden ayudar a la superación de los agravios sin que uno se obligue a perdonar.